Por Pedro Saugar Segarra, escritor.
A pesar de que ya ni siquiera peino canas, pues las pocas que lucía se han ido quedando por el camino, con los años y las renuncias, soy un intruso en este mundo paralelo de la literatura. Un lector converso que, sin abjurar de su verdadera fe, pretende abrazar la escritura como si realmente se le hubiera revelado tras noches de claro en claro y días de turbio en turbio. Por eso, cuando descubro un escritor que no solo lo parece (para los nostálgicos de una bohemia imposible este punto es muy atractivo), sino que además lo es, mi entusiasmo de neófito se desborda, por el mismo cauce que mis expectativas y mi felicidad, que tal vez no dejen de ser lo mismo.
Esto me ha pasado con Justo Sotelo. Primero se me apareció por las redes, ese laberinto virtual por el que, además de perdernos a conciencia, a veces nos encontramos, señalados por el ojo divino que todo lo ve y que nos encasta por gustos, talentos, fobias y filias, según los casos. En seguida quedé enganchado a sus publicaciones, deslumbrado por ese oasis de humanismo y cultura que proyecta a diario como un espejismo en el horizonte del desierto de nuestras vidas milimetradas y miméticas. Después lo descubrí como novelista con “Las mentiras inexactas” (2012), y, como ya tengo escrito, me embarqué de cabeza y sin flotador en sus universos paralelos, en las lecturas metaliterarias que navegan por los pasadizos interiores de su obra. Y me dejé llevar desde la librería más antigua de Madrid hasta una isla de piratas en el Caribe, fondeando en cada rincón de ese maravilloso viaje a través de la galería de tripulantes excéntricos con los que el autor homenajea a esas “noches de vino y rosas” que tantos mortales añoramos.
Sin apenas tiempo para digerir la revelación, ya estaba encargando su nueva criatura, “Poeta en Madrid” (Huso, 2021). Cuando mi librera me lo entregó me dije “bueno, solo son cien páginas, y tan chico, que me lo devoro en un par de días”. Incluso en uno de los “biosaludables” post matinales del novelista en las redes sociales, al confesar mis intenciones, Sotelo me apuntó literalmente “ten cuidado que no te devore él a ti”. Y a punto ha estado.
Hay dos formas, en mi humilde entender, de leer “Poeta en Madrid”.
La primera es por encima, a la carrera, incluso obviando los recodos y las cuestas, atajando en busca de una trama y un desenlace como Dios manda, si acaso admitiendo la fascinación insólita, o directamente abdicando ante el más puro desconcierto.
La segunda necesita tiempo. Mucho más tiempo, el justo para despojarse de prejuicios. El necesario para darse cuenta de que uno se engaña al intentar desentrañar cada palabra, cada frase, cada personaje, cada situación, utilizando la lógica narrativa, las coordenadas del GPS convencional que ubica la vida. Que todo este extraordinario poema estructurado desde el “ars poética” no deja de ser un “fingimiento”, el juego de “un observador que es observado por los demás”. Y que asistimos, mientras, a una epifanía de la creación, que no deja de pretender serlo de la belleza y el amor, las claves para justificar la vida de un autor que persigue entre sus mantras culturales “un nuevo libro para una nueva época”.
Más que nunca Justo Sotelo nos exige ahora ese pacto del buen lector que invocaba en “Las mentiras inexactas”. Y lo hace en la misma proporción en que él se exige reescribirlo todo, “con sus incongruencias y misterios”, en un definitivo asalto a la trinchera de la literatura, en ese viaje audaz para encontrar el pájaro sagrado en el que se miran los creadores. Para cambiar de una vez por todas el mundo, e iluminarlo a su imagen y semejanza.
Cuando llegas a la última página sabes que has realizado un viaje apasionante alrededor del mundo de la literatura.
España
Marzo 2021