El buen humor venezolano, que no respeta ni las más altas jerarquías, ha introducido en el número de los santos de su devoción a uno que si bien goza de una abundante hueste de adoradores –sobre todo mientras más cocho– tiene encarnizados detractores.
Entre estos últimos se encuentra Don Camilo, personaje de la novela de Rufino Blanco Fombona, El hombre de oro, quien atribuía el lentísimo desarrollo de nuestro país al hábito de consumir mañana y tarde el famoso potaje, cuyo nombre fue elevado al grado de santidad por nuestros incorregibles tomadores de pelo.
Don Camilo rubricaba siempre sus disquisiciones filosóficas sobre nuestro atrás con la frase: El sancocho es el peor enemigo de Venezuela. Pero no toda su devoción la dedicaron nuestros compatriotas a –santos- de guachafita, pues lo contrario sería levantarles una calumnia.
En la copiosa hagiografía cristiana, traída de Europa, encontraron en los lejanos días coloniales, los más humildes oficios, patronos a quienes sus practicantes podían encomendarse. Así, cocineros y cocineras podían dirigir sus preces angustiosas cuando surgía algún descalabro en los fogones, o de acción de gracias al ver la alegría reflejada en los rostros de los comensales, a Marta, hermana de la nunca bien ponderada María Magdalena, y de Lázaro. Mujer hacendosa que la feo popular convirtió en patrona de fondistas, camareras y amas de casa. Su fiesta se celebra el 29 de junio y la iconografía de la Baja Edad Media nos la representa con una cocina minuciosamente surtida de cacharros.
También tenían los feligreses a San Lorenzo, cuyo patronazgo culinario no está exento de cierta crueldad, pues, como se sabe, este virtuoso español terminó sus días como mártir, asado vivo en una parrilla, herramienta con la cual aparece siempre en las pinturas. Igualmente podían recurrir los oficiantes coquinarios a San Diego de Alcalá, franciscano andaluz entre cuyos milagros se cuenta que una vez encontrándose repartiendo pan a los pobres, los mendrugos se le convirtieron en flores. Su práctica de aliviar el hambre de los menesterosos con el producto de la cocina del convento hizo que se le representase casi siempre con un puchero o un cazo en la mano, o en plena levitación mística mientras los ángeles, a manera de pinches, le reemplazaban frente los fogones. Fue San Diego patrono del maestro en el arte coquinario Fray Juan de Altimiras, quien le dedicó su Nuevo arte de cocina, recetario que se usó en la Capitanía General de Venezuela.
Pero los panaderos también tenían protectores como Honorato de Amiens, que en las xilografías populares ostenta la pala de los panaderos con tres hogazas. Por su parte, los pasteleros podían recurrir al simpático San Pascual Bailón, que acostumbraba representarse en medio de una cocina. Los pescaderos recurrían a San Andrés, hermano de San Pedro y pescador como él, que lleva como atributos peces, redes y otros instrumentos de pesca. Los tocineros podían rezarles a San Antonio Abad; los labradores o vegueros, a San Isidro, poderoso en el celeste quita y pon; los caldereros, a San Mauro, discípulo de San Benito, que en la iconografía ortodoxa viene con la balanza que en vez de platillos trae dos calderos para pesar la comida de los religiosos de su convento; los carniceros, a San Bartolomé apóstol, que murió desollado y descuartizado como las reses que pasaban por las manos de sus devotos; y los cerveceros, a San Arnaldo o a San Menardo.
Pero no sólo los cocineros y artesanos tenían a quien elevar sus plegarias, también sus víctimas, los comensales, podían por fortuna acudir al santoral a dirigir sus rogativas para que fueran librados de los nocivos efectos que muchas veces causaban en ellos las malas comidas. Contra la disentería valía San Guido, abad de Pomposa, cerca de Ravena, famoso por la dieta rigurosa que impuso en su monasterio. Contra la embriaguez, había de acudirse a San Plácido, abad y mártir, a quien los infieles extirparon la lengua. Para alivio del dolor de estómago, bastaba rezar a Santa Juliana, virgen florentina contemporánea del Dante, experta en yerbas medicinales. Y para desterras la inapetencia, a San Guillermo, caballero que después de una vida algo disipada, peregrinó por Tierra Santa, retirándose luego a una ermita.
Muchas veces el ingenuo pincel del artista popular hispanoamericano se recreó en reproducir las figuras de estos seres venerados, produciendo pequeñas tablas en las que con lujo de detalles, pintaban los sencillos objetos de la vida material que permitían a sus humildes clientes reconocer a sus patronos y adquirir su imagen para colocarla en el sitio de honor de sus pequeños establecimientos. Tiempos beatos de la Colonia, en los que, sin embargo, a veces se podía ver turbada la felicidad de los pobladores de estas nuevas tierras, por la demoníaca avidez de algunos funcionarios o por la satánica crueldad de algunos encomenderos.
Bibliografía: José Rafael Lovera, Gastronáutica, p. 49/50, libro publicado por Fundación Bigott 2006.