Camilo Fernández Cozman
La poesía es el arte de la concisión: no admite ripios ni superfluos juegos verbales. Cada metáfora y giro linguistico exigen una precisión que no se encuentra, a carta cabal, en otros géneros literarios. En una novela puede sobrar un vocablo; en un cuento, quizá algún sustantivo; pero, en un poema, “el adjetivo –como decía Vicente Huidobro—, cuando no da vida, mata”. En tal sentido, la poesía es un arte solo para elegidos por la magia de la palabra.
Rafael Ayala Páez (Zaraza, Guarico, 1988) es un joven poeta que ha dado a conocer sus primeros poemas en la publicación electrónica El caracol de espuma, editada por el poeta Miguel Antonio Guevara. Asimismo, sus textos han visto la luz en el suplemento literario Letras Ccs del periódico Ciudad Caracas. Sin embargo, Bocados de silencio es su primer poemario. Ya Charles Baudelaire había afirmado que un libro de poemas no es un simple álbum sino que posee una estructura coherente que el lector puede descifrar con cautela y sapiencia. Por ejemplo, el poeta francés orquesto Las flores del mal como una partitura que es una invitación al lector para que este, sobre la base de su imaginación complete el sentido del poemario.
Cuidadoso con la disposición temática del libro, Ayala divide su poemario en tres partes: “La levedad de la materia”, “Sed de fuego” y “Bocados de silencio”.
En la primera, premunido de la poetica de los signos en rotación de Octavio Paz, aprovecha el espacio de la página en blanco para ofrecer un racimo de metaforas orientacionales (aquellas que, según Lakoff y Johnson, subrayan categorías espaciales como “arriba-abajo”, “dentro-fuera”, “rodeante-rodeado”). Por ejemplo, el hablante escribe: “el dolor descendía por las paredes”; “Ya nunca más dormiré a tu lado para espantar los miedos”. En tal sentido, el desencanto del yo poético se sustenta en cómo percibe la sensación disforica (el sufrimiento, verbigracia) triunfa por encima de la voluntad de los hombres: el dolor regresa (lo dice, también Emily Dickinson en un celebre poema) y surge, entonces, un mutismo que puebla las calles. En la atmósfera se contempla el ocaso como metáfora de la muerte. Por eso, el fin de la existencia se transmuta en una sensación corporal: “Mi piel se enluta/ y me cercan tus ojos”.
El paisaje poético lo completa la imagen del ser querido ausente: “Ya nunca más me despertare con tus pasos al amanecer”. En síntesis, los afectos son concebidos a través de un cumulo de metáforas donde afloran el inmovilismo y el silencio, producto de la crisis de la perdida que ha llevado a la desintegración del cosmos, donde apenas el sol se oculta y deja, tras de sí, el imponente silencio.
En la segunda parte del poemario (“Sed de fuego”), Ayala retoma la simbología del fuego tan poderosa en diversas culturas. Recordemos el papel del fuego en Piedra de sol de Octavio Paz o en El reposo del fuego de Jose Emilio Pacheco; además, es importante señalar que fue un elemento predilecto de la poética surrealista. Por ejemplo, el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen escribió “El fuego nace en los ojos/ El amor nace en los ojos el cielo el fuego/ El fuego el amor el silencio”. A la manera de Pacheco, Ayala insiste en la idea de que el fuego se asocia con el nacimiento de una cultura y con “el latir de tus palabras”; asimismo, subraya como dicho componente ígneo se vincula con el alba, vale decir, el surgimiento de un nuevo día después de la extenuante noche.
Otro aspecto digno de mencionar es de que manera la flama se liga al erotismo:“Lo dulce del fuego/ embriaga un cuerpo desnudo”. Movimiento de la llama: crepitar de los cuerpos en el páramo del deseo.
En la tercera sección del libro (“Bocados de silencio”), Ayala explora la metáfora de la casa que recuerda, salvando las distancia, los versos de Blanca Varela en Ese puerto existe. Ya decía Bachelard que la casa es un universo en miniatura: “Esta es la casa de los que a diario olvidamos/ donde confluyen todas las cosas”. El movimiento del sujeto migrante también es plasmado a través de la noción del cambio de morada: la mudanza de una casa a otra va configura, con claridad meridiana, la configuración de una identidad heterogénea escurridiza y oscilante del sujeto. Ello lleva, nuevamente, al poeta a buscar el silencio y la inmovilidad para huir del caos cotidiano: “Mis palabras en silencio/ inmoviles/ ciegas como piedras congeladas”.
Bocados de silencio es un notable primer libro y anuncia no solo a un poeta de valia, sino a un individuo que reflexiona, sin mascaras ni remordimientos, acerca de cómo construir un mundo donde la palabra dialogica permita plasmar como los seres humanos dejamos aquella imborrable huella en el tiempo, ese tiempo que asedia, pero que da un pleno sentido a nuestra existencia.
Junio de 2012, Perú