Por esos asuntos mágicos de los libros, tuve la fortuna de haber leído hace unos quince años El desencantado de la eternidad, pero en ese entonces no había tenido la ocasión de haber compartido con Alfonso Carvajal, su autor, porque cada uno andaba en lo suyo: él, sumergido como reportero en el diario El Tiempo y yo en mis clases en la Universidad y trabajando en la Editorial Planeta, pero aún así, nos enviábamos señales de humo y de vez en cuando nos encontrábamos a compartir un tinto o cuando el presupuesto nos lo permitía, nos invitábamos a un buen plato de pastas, que le encantan o a “Donde Yiya”, ese ya tradicional restaurante costeño que se ha convertido en algo así como el consulado de quienes han nacido en la Costa Atlántica.
Muchas veces creí que alguien le daba cuerda a Alfonso antes de salir de casa, porque cuando llegábamos a cualquier cita, de inmediato sacaba de sus recuerdos, las imágenes de Mallarmé, de Baudelaire, de Pessoa; siempre tenía una cita a la mano de Kavafis y sin quererlo, le daba la vuelta al mundo mencionando a los más fascinantes novelistas de todos los tiempos.
Recuerdo que un día nos enfrascamos a debatir- no a discutir- sobre la novelística japonesa ¡Y claro! saltaron al ruedo las obras de Yukio Mishima, Yasunari Kawabata, Ketzaburo Oe, Saikaku Iara, Murakami y muchos más y tratamos de consumirnos en ese extraño mundo del pensamiento oriental y si alguien nos hubiera oído, muy seguramente hubiera pensado o que estábamos delirando o que de verdad sabíamos mucho sobre la narrativa japonesa.
Hace una década publicó El desencantado de la eternidad y aunque tímidamente la novela fue reseñada en los medios, la edición se agotó en pocas semanas y hoy volvió a publicarse con algunos “aditivos” que los amigos le enviaron a Carvajal y con un comentario en italiano de alguien que se enamoró de la propuesta narrativa. Luego apareció Hábitos nocturnos la primera novela en donde el protagonista es un sacerdote consumidor de “perica”, pero quizás lo más importante de la obra, es el continuo homenaje a los grandes de la poética y la narrativa mundial, como también a sus amigos, esos cómplices del alma que siempre lo han acompañado, como Guido Tamayo, Óscar Collazos, Nelson Freddy Padilla y muchos más que le han acolitado sus aventuras literarias.
Y más tarde aparecieron los Pequeños crímenes de amor, una especie de catarsis en donde el amor es el fundamento y el desamor el contra para el odio…
Por eso, después de haberle seguido su vida en los últimos años, leyendo sus libros y sus columnas en El Tiempo decidí entrevistarlo para saber más de su capacidad creadora.
– ¿Cree que el ejercicio de la creación literaria es dramático?
– La literatura es dramática por naturaleza, se hunde en los sueños, los deseos y el sufrimiento humano; pero no está exenta de ironía y de inventar otras formas de vida a través de la ficción.
– ¿Por qué el mundo entero quiere ser escritor? ¿Será que desconocen que detrás de cada frase hay un sacrificio?
– No creo que el mundo entero quiera ser escritor, ni más faltaba; desconocen sus abismos y el tedio feliz de la escritura; creo más bien que han hecho de la literatura algo fácil, transitorio, algo que muere rápido. Se ha olvidado que la materia prima de la literatura es el lenguaje, y encontramos muchas veces un lenguaje precario, lleno de lugares comunes que no ayuda a renovar el idioma ni el pensamiento. Lo del sacrificio como ánimo de perfección abarca cualquier actividad del ser humano.
– ¿Cómo nació en usted la pasión por escribir?
– Fue algo espontáneo que se fue endureciendo con el paso de los años.
– ¿Primero fue el periodismo o la literatura?
– Primero fue la poesía y la lectura de algunas novelas que marcaron mi vida. Luego el estudio del periodismo me llevó a transitar una pequeña temporada en la radio y posteriormente una promisoria jornada en la prensa escrita. En esas instancias experimenté una década en la poesía y me fui sumergiendo en la narrativa hasta hoy.
– ¿Cuál fue el primer intento de escribir? ¿Un cuento? ¿Una columna? ¿Un poema? ¿Un comentario?
– El primer acercamiento a la literatura fue a través de un cuento “Contragolpe de Estado”, una tarea que realicé para la materia de Español en segundo bachillerato. Eso fue una señal que en su momento no pude interpretar las reales dimensiones que tendría después. Llegué a la literatura por un ejercicio escolar y no he perdido la vocación de seguir ejercitándola como un ensayo que no deja de asombrarme.
– ¿Actualmente se escribe más por actos imitativos que por la verdadera pasión de escribir?
– Creo que más que imitar, la “profesionalización” de la literatura ha llevado a escribir a los protagonistas cada tiempo algo, más por obligación de los escritores con los editores y cierta categoría social, (sentirse más cerca de las nubes), que una “verdadera pasión” que yo llamaría la conciencia plena de saber que es un arte inútil y arriesgar por eso. Un editor me habló de que los escritores han hipotecado su tiempo a las editoriales y las consecuencias las vemos cada rato.
– ¿Por qué un alto número de novelas quedan casi de inmediato en el olvido?
– Precisamente por la rapidez con que se escriben. Hace falta paciencia y rigor para manejar los difíciles y azarosos tiempos de la creación literaria. En esta época hay conceptos como estar “vigente” que se convierten en una trampa sin regreso para algunos escritores. Esto es difícil de captar porque necesitamos años para ver qué perdura, pero si podemos intuir que se hace ceniza temprano.
– ¿Cuál fue la primera imagen para sentarse a escribir sobre El desencantado de la eternidad?
– La novela nace de un verso: “Permanecer mucho tiempo en la muerte da ganas de soñar”, que me hizo pensar en que un muerto me hablaba desde el más allá. Allí comenzó la creación de algo que fue tomando forma con el trabajo y la imaginación.
– ¿Cree que es una novela de múltiples miradas: histórica, literaria, sensual, erótica?
– Cada novela tiene su proceso creativo, y en El desencantado de la eternidad lo histórico está unido con las múltiples expresiones que provoca un carnaval (las fiestas de San Pacho en el Chocó), donde los sueños de lo que entendemos por pueblo alcanzan su máxima dimensión. Se hace la vida en la música, en el baile, en el erotismo, en el lenguaje, en el calor de las calles.
– ¿Cuánto tiempo duró la gestación de la novela y cuántas horas el parto?
– Duró alrededor de tres años; por supuesto, con sus dolores y efímeras alegrías. La literatura es vencer el tedio y no ufanarse de ello.
– ¿Cree que es una novela que aún le faltan lectores?
– Los lectores son una lotería. Llegan por diferentes circunstancias, un libro puede llevar a otro y así, pero no es algo que se pueda medir con las estadísticas. Espero que la lean algunos lectores y tengan impresiones nuevas para mí. Eso salvaría el intento.
– ¿Es un descanso saber que en esta novela no hay putas, ni tiros, ni sicarios, ni tetas, ni paraísos?
– Las novelas no deben nacer de las coyunturas sociales de la época, ni ser un reflejo de la moda del momento, sino de las intimidades de cada autor, en ese sentido, creo que son más universales y reflejan a fondo los problemas de la sociedad en que se producen.
– ¿Existe algún cordón umbilical entre esta novela y Hábitos nocturnos por aquello de la parte religiosa?
– Seguramente que sí, pero es algo inconsciente en mi caso. En El desencantado de la eternidad que salió hace 17 años primó la figura de un santo como Francisco de Asís, un mito de Occidente, y en Hábitos nocturnos (2008) la figura de un sacerdote atormentado, un ciudadano cualquiera; creo que en los dos casos hay un hondo deseo de humanizar algo que los poderes religiosos han vuelto inalcanzable y motor para mantener a la sociedad en un rebaño miedoso e ignorante. Y es también la búsqueda personal de una narrativa fragmentada y polifónica.