Cien años de soledad, el mayor icono literario del siglo XX en lengua hispana y una de las mejores novelas de todos los tiempos, fue rechazada por diversas editoriales, empezando por la prestigiosa Seix Barral, antes de ver la luz en Argentina en 1967. Se cuenta que también Dublineses, de James Joyce, fue rechazado por veintidós editoriales distintas. De hecho Joyce volvió a tener problemas a la hora de publicar su Ulises, otra de las piedras angulares de la literatura contemporánea. Y así, los ejemplos, en todas las lenguas y países, serían muchos. Probablemente, demasiados. De modo que ese fino olfato que a menudo se les presume a los editores, parece no funcionar siempre.
Por otro lado ese razonamiento tan dudoso que a menudo se esgrime según el cual la “masa” –entidad tan poco definida y definible como socorrida–, presuntamente carente de juicio –bueno o de cualquier otro género–, no busca literatura de calidad, resulta cuanto menos cuestionable. Cien años de soledad constituye un ejemplo claro de que a la indiscutible calidad literaria puede ir ligado un arrollador éxito de ventas: a cuarenta y seis años de su aparición, traducida a unos cuarenta idiomas y con más de treinta millones de ejemplares vendidos, sigue siendo una de las novelas en lengua española más leída.
Sin embargo sospecho que quizá los gustos se acaben generando con lo que se ofrece. O dicho con otras palabras, si no hay oferta en el mercado difícilmente advertiremos la demanda de aquello que no se ofrece. Personalmente siempre he sostenido que si propones una obra de calidad, la mayor parte de las personas, incluso aquellas que no gozan de una amplia formación literaria, sabrán valorarla. Quizá no estén preparadas para argumentar la razón por la cual les gusta, o puede que incluso no logren disfrutarla en todas sus facetas; pero su intuición o su sensibilidad les hará apreciarla espontáneamente. Y eso incluso a pesar de vivir, no pocas veces, sometidos a estímulos exteriores que pervierten o anulan, más que potenciarla, esa intuición o sensibilidad natural de la que disponemos. Ciertamente si preparamos a los individuos para poder apreciar la buena literatura; si les dotamos de armas para que logren disfrutar de ella plenamente, mejor que mejor.
Pero, volviendo a Cien años de soledad, qué tiene de especial esta obra para cautivar de ese modo a los lectores. Hace algún tiempo, en una entrevista, me atrevía a sugerir algunas propuestas al respecto:
García Márquez, como un nuevo demiurgo, gracias a un lenguaje único y llamando a la vida mediante el poder de la palabra –igual que hace el propio Yahweh en el Génesis: “Dios dijo ‘¡haya luz!’ Y hubo luz” (Gn 1:3)–, como cuando durante la epidemia de insomnio José Arcadio salva el mundo del olvido y lo reinventa con su ingenioso sistema de pegar etiquetas sobre las cosas, construye un universo, uno del todo personal. Se parece sospechosamente al cotidiano; pero al mirarlo a través de sus ojos, súbitamente se puebla de magia y misterio.
En Cien años de soledad conviven lo prodigioso y lo ordinario, lo heroico y lo vulgar. Tiene la virtud de sublimar lo humano, o de acercar lo legendario al individuo corriente, según cómo se quiera interpretar. Evitando la idealización del personaje, pero consiguiendo suscitar, al tiempo, un mayor fervor hacia él.
Como los mitos de creación, las narraciones cosmogónicas y antropogónicas antiguas, Cien años de soledad intenta explicarse los orígenes –Sólo conociendo nuestro pasado podremos predecir nuestro futuro, aunque en este caso se revele de muerte–. Como en ellos, impera una visión fatalista; lo ineludible está muy presente –igual que en Crónica de una muerte anunciada–. El ser humano no puede escapar a su sino, que está escrito ya de antemano –en este caso, literalmente, en el pergamino de Melquíades–. Las sociedades antiguas a menudo cultivaban un pesimismo y un sentimiento de impotencia recalcitrantes. Es lógico, entonces el individuo había de sentirse mucho más indefenso que ahora ante un mundo que apenas llegaba a comprender. En este sentido las ciencias, diría, nos han liberado de muchos temores. Y esto también nos ha permitido creer en dioses más benevolentes, en divinidades fundamentalmente de amor. Si nos fijamos, los dioses de la Antigüedad solían ser vengativos, caprichosos, tiránicos… Excesivamente humanos. El hombre era sencillamente un siervo, un esclavo de sus voluntades. Y si desobedecía, incluso involuntariamente, era castigado. Pensemos en Mesopotamia, por ejemplo: el humano mesopotámico vivía convencido de que si caía en desgracia había de ser culpable, que seguramente habría enfurecido a algún dios con una actitud improcedente aunque no fuese consciente de ella. No existía el concepto de casualidad. El mal y el sufrimiento se interpretaban siempre como fruto del binomio acción-reacción. En efecto ello había de generar un sentimiento de culpa injusto. Pero también es cierto que resultaba cómodo porque permitía explicar, aunque la explicación turbase y doliese, cualquier desgracia que sucediese alrededor. Creo que el ser antiguo se enfrenta al mundo que le rodea como los niños: no es capaz de aceptar que algunas preguntas no tienen respuesta, que no todo tiene un porqué razonable. El concepto de fortuito no cabe en su cabeza porque escapa a su control e incluso a su cálculo. Ante eso se siente indefenso; esa posibilidad le crearía una enorme zozobra interior, algo que la humanidad ha superado sólo muy recientemente. Fíjese qué curioso, en acadio se emplea la misma palabra, arnum, para “crimen” y para “castigo”: acción-reacción. Diría que revela bastante sobre la mentalidad de esta gente.
García Márquez nos devuelve a un universo primitivo, poblado por fuerzas sobrenaturales y temores atávicos a los que la humanidad se ve sometida –como lo está en las tragedias clásicas o, a veces, en las de Shakespeare–. Un universo del que Melquíades, como otros dioses y héroes civilizadores de diversas culturas –Enki en Mesopotamia, Osiris en Egipto, Prometeo en Grecia, Odín en el ámbito nórdico, Bochica en Colombia, Quetzalcóatl en México, Viracocha en Perú…–, saca a quien se deja; en este caso a quien resulta permeable a la ciencia, a la experimentación y a la lógica empírica. Así, José Arcadio se convierte en su heredero, un héroe fundador como Rómulo, Teseo, Cadmo, Perseo y tantos otros. Él es un visionario, un iluminado que igual que sabe reconocer en el recién descubierto hielo el gran hallazgo de nuestro tiempo, recibe la revelación sobre la fundación de Macondo y su nombre.
Con Cien años de soledad regresamos al principio, a un jardín salvaje aún no domesticado por el hombre, a duras penas robado a la selva. Se trata de un espacio donde los planos se intersecan y las realidades se cruzan y atraviesan, donde coexisten vivos y muertos –quizá, los vivos y sus fantasmas–. Pero los orígenes, como en muchos mitos de creación, se ven ensombrecidos y condicionados por la transgresión de un tabú −a menudo de naturaleza sexual, como es el incesto− y la consecutiva muerte con la que los protagonistas serán castigados, barridos mediante la fuerza del diluvio y la plaga del olvido.
Macondo es el origen del mundo pero también, al tiempo, un mundo fuera del mundo: recordemos como José Arcadio, por sus propios medios, sin estar al corriente de una teoría comprobada en la práctica hacía siglos pero desconocida en Macondo, deduce que la Tierra es redonda como una naranja. Y su esposa Úrsula lo toma por loco.
El universo creado por García Márquez está lleno de símbolos y signos, de señales. Ésas que no todos saben advertir y mucho menos aún, descifrar. También, de ritos y tradiciones.
En definitiva, Cien años de soledad es una saga épica que sólo una
mente prodigiosa habría sido capaz de urdir. Muchas otras novelas y cuentos de Márquez son magníficos, pero Cien años de soledad es… especial –o aún más especial de lo que suelen ser sus obras– y mágica. Supera un juicio de calidad literaria para introducirse en el campo de lo metafísico. Nos enfrenta a nuestros temores más profundos, a las preguntas que el humano lleva haciéndose desde siempre. Las que dieron origen a la Filosofía. Pero que antes incluso del nacimiento de esta ciencia, intentaron ser resueltas, aunque de forma no sistemática ni científica, por la religión y el mito. Porque la Historia, como Úrsula sospecha, es una maldición circular y recurrente, terriblemente obstinada.
(La narrativa es introspección y revelación: Francisco Garzón Céspedes entrevista a Salomé Guadalupe, Colección Contemporáneos en el mundo n. 22, Indagación Sobre la Narrativa, Ediciones COMOARTES, Madrid/México D. F. 2012, p. 26-31).
Cien años de soledad es la novela que todos los narradores soñamos escribir. Porque sus páginas desprenden, como ninguna otra, la fragancia de lo eterno.
INMANENCIA
Nunca hubo una muerte más anunciada.
Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada
“Será un nuevo éxito”, comenta excitado mientras lee sobre la pantalla del ordenador las palabras que los electrodos captan directamente de su cerebro.
Tardó mucho en descubrir su verdadera vocación. Por fin, a sus veinticinco años, estuvo seguro: se convertiría en escritor. Su ataúd no lograría disuadirle; se considera un hombre firme, de gran determinación. Ciertamente ninguna experiencia tiene del mundo: ha ido creciendo en su caja, ajeno a la realidad exterior. No será impedimento. ¿Acaso no describió Julio Verne lugares nunca vistos? Además los tiempos se alían con él: ahora la literatura aboga por una introspección que a menudo roza el onanismo. Y a él, en su estrecha “muerte viva”, le sobra tiempo para pensar.
El editor parece satisfecho; sus libros se venden como churros. Encontrada la fórmula, escribe uno tras otro como quien, en efecto, saca uniforme masa de una sobada manga pastelera.
Está orgulloso: ha logrado su sueño. Pero las pesadillas se repiten cada noche. El huracán arranca las paredes de su frágil casa, le arrebata sin esfuerzo el ataúd cual liviano pijama. Las páginas de sus novelas vuelan dejando un inconfundible rastro de tufo a podrido, a carne manida. Y él, desnudo e indefenso, es arrastrado por una multitud de voraces hormigas. Aunque ya no es exactamente él sino un malogrado feto con rizada cola de cerdo; un engendro fruto de demasiada consanguineidad y endogamia. Quienes antes le aclamaban huyen cubriéndose la nariz con sus pañuelos.
Debería estar satisfecho: ha alcanzado su sueño… Pero sospecha que, a diferencia de los grandes autores, a quienes sus obras sobrevivieron, él, presuntamente inmortal, habrá de asistir a la desaparición de sus propios hijos. Quizá fue una ilusión. Quizá esté definitiva y realmente muerto. Muerto del todo. Muerto como un cadáver ordinario, uno cualquiera. Quizá la fiebre tifoidea se lo llevó de verdad a los siete años. Quizá haya comenzado a corromperse ya, lenta pero inexorablemente, por dentro.
(Salomé Guadalupe Ingelmo, Inmanencia, en la revista digital miNatura. Revista de lo breve y lo fantástico 129, septiembre-octubre 2013, p. 30-31; p. 26-27 en su versión inglesa)
Nota: Las fotografías corresponden a sendos retratos realizados recientemente por el pintor valenciano Alejandro Cabeza, quien lleva adelante desde hace algún tiempo un monumental proyecto pictórico que comprende retratos de ya casi treinta hombres y mujeres de la cultura, en especial escritores consagrados.
Fuente: Salomé Guadalupe Ingelmo.