Una propuesta única que confronta el legado de Luis Caballero (Bogotá, 1943–1995) con la mirada contemporánea de Felipe Lozano, nacido en Bogotá en 1994. A través de un diálogo poético y directo, la muestra explora el cuerpo como espacio de erotismo, espiritualidad y tecnología, donde convergen el deseo, la melancolía y la resistencia. Caballero reaparece como maestro del goce doloroso y la pintura ritual, mientras Lozano reconfigura el cuerpo a partir de su biografía digitalizada, la reproducción asistida y la disrupción visual. Esta exposición no solo invita a contemplar imágenes, sino a sentirlas: permite experimentar el cuerpo como umbral entre lo sagrado, lo carnal y lo simbólico.
Como ocurre con todo legado trascendente, el de Luis Caballero debe volver a pensarse con insistencia, no como acto de nostalgia sino como necesidad crítica. Volver a él es también asistir a la persistencia de una pregunta: ¿cuál es el lugar del cuerpo en un mundo que insiste en normalizarlo, en despojarlo de su singularidad, en anestesiar su potencia? Caballero, con sus figuras tensas entre el placer y la agonía, no solo desafió la moral de su tiempo: trazó una cartografía espiritual de la carne. Y en ese mismo plano, aunque desde otro vértice generacional y simbólico, se inscribe la obra de Felipe Lozano, quien devuelve al cuerpo su espesor afectivo y político, cruzado por biotecnología, melancolía y deseo postorgánico.
Luis Caballero no fue un artista que necesitara levantar pancartas. Le bastaba la imagen. Su pintura fue un sismo silencioso que fracturó la representación del cuerpo masculino en el arte colombiano. Sin complacencias, sin ornamentos innecesarios. El suyo fue un arte sin consuelo, donde el cuerpo –siempre masculino, siempre tensado– aparecía desprovisto de pudor, como campo de batalla entre el éxtasis y la ruina. Conocedor profundo de la historia del arte, supo llevar las lecciones de Bacon, de De Kooning, de los místicos barrocos y de la imaginería religiosa hacia un lenguaje propio, más cercano al martirio que al goce fácil, más fiel a la herida que a la forma.
Formado entre Bogotá, París y los museos de Europa, el joven Caballero recibió temprano el impulso de voces lúcidas como la de Marta Traba. Pero no se dejó capturar por escuela alguna. Ni por los modernismos del momento ni por los clisés del homoerotismo emergente. Su pintura se afirmó en una decisión: el cuerpo, sí; pero no como objeto decorativo, ni como vehículo de identidades. El cuerpo, para Caballero, fue una zona de verdad: “lo que quiero decir es el cuerpo”, repetía. Y no uno cualquiera. El cuerpo masculino, no como provocación sino como vivencia irreductible.
A pesar del linaje familiar –intelectuales, políticos, diplomáticos–, Caballero optó por otra forma de intervención pública: la del artista que incomoda, que pone en escena la pasión y la fractura, el deseo y su imposibilidad. La suya no fue una militancia literal, sino una militancia estética, íntima, radical. Fue un artista que hizo de la melancolía un método, y de la belleza un riesgo. En cada trazo hay una lucha contra la forma cerrada, una afirmación del cuerpo como espacio de tránsito: entre el amor y la pérdida, entre la gloria y la carne que se desgasta.
A treinta años de su muerte, su obra no ha envejecido. Al contrario, parece más actual que nunca. En un tiempo donde todo se exhibe y se consume, la pintura de Caballero resiste: no nos muestra, nos confronta. No seduce, hiere. Frente a ella, no hay distancia crítica posible: solo queda mirar o apartar la mirada. Pero hay quienes, desde su propia época y desde sus propias fisuras, han elegido mirar. Es el caso de Felipe Lozano, artista joven cuya obra, aunque distinta, dialoga con Caballero desde una sensibilidad compartida: la de pensar el cuerpo como umbral, como archivo y como vestigio.
Felipe Lozano (Bogotá, 1994) es un artista visual colombiano cuyo trabajo explora el deseo, el cuerpo y la tecnología desde una perspectiva íntima y crítica. Formado en la ASAB y con maestría en la Universidad Complutense de Madrid, su obra —que abarca instalación, video, fotografía y escultura— parte de su experiencia personal, incluida su concepción por fertilización in vitro, para reflexionar sobre la identidad, la muerte y la representación en la era digital. Ha expuesto en ArtBo, el MAMBO y BIENALSUR, y es considerado una de las voces más provocadoras de su generación.
Lozano no pinta cuerpos musculosos en tensión. Los suyos son fragmentos, espectros, superficies intervenidas por el tiempo y por la técnica. Si Caballero pintaba desde la carne viva, Lozano lo hace desde la carne digitalizada, codificada, mediada por la tecnología. Concebido por fecundación in vitro, su existencia misma se constituye como metáfora de una época en la que el deseo y la reproducción ya no se tocan. Desde esa condición, Lozano produce una pintura que no representa: invoca. Su erotismo no es evidente, sino latente. Sus cuerpos no explotan: flotan, esperan, languidecen.
Hay en la pintura de Lozano una conciencia aguda del espectador contemporáneo: impaciente, saturado, ansioso. Por eso, interrumpe. Superpone íconos de “cargando” sobre imágenes explícitas, no para censurar, sino para postergar el placer. Es en esa demora donde se abre el espacio de la reflexión. ¿Qué significa hoy ver un cuerpo? ¿Qué nos conmueve todavía en la imagen? Lozano no responde: propone. Suspende. Invita a pensar el deseo desde la ausencia, desde la imposibilidad de consumirlo todo.
Si en Caballero el cuerpo era templo y sacrificio, en Lozano es también laboratorio, escenario, interfaz. Pero ambos coinciden en una certeza: sin el cuerpo no hay arte. Sin la emoción, sin la vibración afectiva, la pintura se vuelve artificio. Por eso, el gesto de ambos es político en un sentido hondo: el de devolverle al cuerpo su capacidad de significar, de perturbar, de conectar. Porque la política –la verdadera, la que transforma– no comienza en el discurso, sino en la experiencia.
Entre la pintura de uno y del otro, la muerte aparece como sombra persistente. En Caballero, como agonía gozosa; en Lozano, como calma postorgásmica. Pero en ambos casos, la muerte no anula, revela. No es castigo, es compañía. Es la memoria de lo amado, la huella del deseo que ya fue. En este sentido, la melancolía no es debilidad: es resistencia. Es la forma que encuentra el arte para decir que hubo un cuerpo, que hubo una mirada, que hubo un temblor.
Tal vez sea allí donde la obra de ambos se entrelace con mayor nitidez: en la afirmación de que el arte no es un lujo, ni una decoración, ni una ilustración de teorías. El arte, para Caballero y Lozano, es un campo de batalla donde se juega lo humano. Por eso incomodan. Porque no ofrecen certezas, sino heridas abiertas. Porque no representan identidades, sino afectos. Porque no buscan agradar, sino persistir.
La verdadera función del arte no es complacer ni embellecer, sino abrir un umbral hacia lo que duele, hacia lo que nos transforma, hacia lo que nos excede. En tiempos donde las formas se vacían y las palabras se desgastan, la pintura de Caballero y la de Lozano nos recuerdan que el cuerpo –aún cuando se rompe o se desvanece– sigue siendo una vía sagrada para pensar la libertad, la muerte, la memoria, el deseo. Ver sus obras es tocar esa frontera sin nombre entre la belleza y el abismo. Es reconocer que lo que somos no se resume en identidades ni en discursos, sino en esa vibración silenciosa que ocurre cuando el arte nos mira de frente y nos deja sin palabras.
Por eso, esta exposición es más que una retrospectiva o un ejercicio comparativo: es una oportunidad para detenerse, para mirar de nuevo, para sentir sin atajos. Una invitación urgente a habitar el cuerpo –el propio y el ajeno– como lugar de misterio, de historia, de posibilidad. Que nadie se la pierda.
EL MUSEO
Galería
Calle 80 No 11 – 42 | Local 2
Tel: 60+1 7447588 | 89
info@galeriaelmuseo.com
Horarios
Lunes – viernes: 9:30 a.m. – 6:30 p.m.
Sábados: 11 a.m. – 6:30 p.m.
BOGOTÁ D.C. COLOMBIA
Julio, 2025