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In Arte & Cultura, Eventos

«Pinta Panamá 2025», primera parada: Banco Mercantil – Un viaje al pasado en clave de arte.

25 mayo, 2025

«Pinta Panamá 2025», primera parada: Banco Mercantil – Un viaje al pasado en clave de arte. Pin It

 

 

En el marco de la primera edición de Pinta Panamá 2025, el recorrido por el Banco Mercantil se transformó en una experiencia sensorial y profundamente emotiva. Más que contemplar una colección de arte, fue reencontrarse con la memoria afectiva, con artistas fundamentales del imaginario venezolano y con obras que activan no solo el espacio, sino también el alma del espectador. Este texto es testimonio de ese reencuentro, donde el arte se convierte en puente entre el presente y un pasado que sigue latiendo.

 

 

 

MARISOL ESCOBAR

 

Visitar la planta baja del Banco Mercantil en el marco de la primera edición de Pinta Panamá fue, para mí, mucho más que asistir a una exposición de arte. Fue, sin quererlo, un viaje al pasado. A mi país, a mis afectos, a un tiempo donde la memoria se respira, se toca, se huele.

 

Caminando entre obras de Carlos Zerpa, Sigfredo Chacón, Francisco Hung, Armando Reverón, Gego, Mario Abreu y Eugenio Espinoza, entre otros, algo se abrió dentro de mí. Y no era solo la admiración por el arte, era el eco de lo vivido.

 

Me detuve frente a la obra de Mario Abreu, circular, ritual, donde el caparazón de una tortuga, unos ojos y unos trazos blancos parecen componer un tótem ancestral: como si el sincretismo hubiese tomado forma y color. De inmediato recordé aquella visita que le hice en 1980 a su casa-taller en La Guaira, donde hablamos durante horas y me contó, entre otras cosas, historias de su infancia en Turmero, de sus días cuando trabajaba en una bodega y solía dibujar gallos sobre los papeles de envolver, para luego ser regañado por su patrón. Esa anécdota sencilla, dicha con el fulgor de quien guarda en la imaginación el germen de toda su obra, regresó intacta al contemplar esta pieza expuesta en Panamá.

 

 

ARMANDO REVERON

 

 

Un poco más allá, había un pequeño cuadro de Reverón, pintado sobre un saco de yute que aún dejaba transparentar los números y letras de su antiguo uso. Esa tela rústica, intervenida con luz y convertida en arte me estremeció. Había en ella un gesto de pobreza y de grandeza, de precariedad y de milagro, que me trajo de inmediato las páginas de “Los incurables”, la excelente novela de Federico Vegas, que es lo más cerca que he estado de la piel sensible de ese artista que parecía pintar con el alma misma.

 

A su lado, el trazo fluido y prolongado de Francisco Hung recorría cuatro pliegos sucesivos, extendiéndose como un río de tinta, como un pensamiento en movimiento cuya línea se despliega sobre las cuatro hojas enmarcadas individualmente como si ellas fueran un susurro atravesando el espacio de la sala.

 

Enfrentando el lobby, como si tendiera una red invisible entre el aire y el tiempo, estaba Gego, como siempre precisa y poética, con su dibujo tridimensional como si fuera una partitura suspendida, entre filamentos y alambres que se unen para conformar una estructura que no solo ocupa el espacio, sino que lo activa y lo musicaliza. Su obra parece una vibración contenida frente a la entrada, como si el edificio mismo necesitara reordenar su armonía a partir de ella.

 

 

En medio de ese trance apareció Emilio Narciso, curador de la colección del banco, quien generosamente me invitó a continuar el recorrido por los pisos superiores. Al abrirse las puertas del ascensor, una gran tela de Alfred Wenemoser se me reveló como una epifanía: la misma que había visto en Caracas, en los años noventa, en su muestra individual titulada Pasto Nada, presentada en la Sala Rómulo Gallegos, bajo la dirección de Miguel Miguel, que ahora colgaba allí, como una aparición, no solamente la obra sino los recuerdos que la acompañan.

 

 

 

 EUGENIO ESPINOZA.

 

A pocos pasos, como una declaración de energía detenida en el aire, colgaban tres piezas de Eugenio Espinoza, en forma de bultos blancos envueltos en telas marcadas con su característica cuadricula negra, suspendidos del techo por gruesas cuerdas. Y latían. Sí, latían. Porque esas obras que también había conocido en Caracas, en Los Galpones décadas atrás, aún conservan su pulso: sonoras, vivas, respirando el ritmo de otro tiempo, como si la materia también guardara la memoria, y que ahora vuelve a latir ante mí, desde el interior de cada una con el sonido de una de las cuatro estaciones de Vivaldi, como si cada pieza trajera consigo un ciclo del año, un compás del alma.  Entonces todo cobró otra dimensión como si el tiempo se plegaba, como si lo vivido regresaba con otro nombre, pero con el mismo pulso.

 

No podían faltar Sigfredo Chacón, con dos poderosas cuadrículas de una contundencia contenida, y más allá, Marisol Escobar, con una mesa de madera tosca, en la que se alzan dos figuras talladas que se abrazan con ternura: una madre y su hijo, en una imagen conmovedora acompañada de un gran plato de madera y una cuchara metálica que, intuyo, los alimenta simbólicamente. Una escena sencilla pero poderosa, donde el amor materno y el gesto cotidiano se convierten en acto escultórico.

 

En definitiva, esta visita no fue solo una mirada al arte, sino una inmersión en la memoria. Como escribió el filósofo alemán Jean Paul Richter, “la memoria es el único paraíso del que nunca nos pueden expulsar”. Y yo, esa mañana panameña, pude caminar de nuevo por los pasillos de mi propio paraíso, hecho de arte y de recuerdos.

 

Pinta Panamá 2025, First Stop: Banco Mercantil — A Journey to the Past Through the Lens of Art

 

 

As part of the first edition of Pinta Panamá 2025, the tour through Banco Mercantil turned into a deeply emotional and sensorial experience. More than contemplating a collection of artworks, it became a reunion with affective memory, with key figures of the Venezuelan imaginary, and with pieces that not only activate space but also stir the viewer’s soul. This text bears witness to that reunion, where art becomes a bridge between the present and a past that still pulses.

 

 

 

GEGO.

 

Visiting the ground floor of Banco Mercantil as part of the first edition of Pinta Panamá was, for me, much more than attending an art exhibition. It was, unintentionally, a journey to the past. To my country, to my affections, to a time where memory can be breathed, touched, smelled.

 

Walking among works by Carlos Zerpa, Sigfredo Chacón, Francisco Hung, Armando Reverón, Gego, Mario Abreu, and Eugenio Espinoza, among others, something opened up inside me. And it wasn’t just admiration for art—it was the echo of lived experience.

 

I paused in front of Mario Abreu’s piece—circular, ritualistic—where the shell of a turtle, a few eyes, and white marks come together to form an ancestral totem, as if syncretism had taken on shape and color. I immediately remembered a visit I made in 1980 to his house-studio in La Guaira, where we talked for hours and he told me, among other things, stories of his childhood in Turmero, of his time working at a store, and how he used to draw roosters on wrapping paper, only to be scolded by his boss. That simple anecdote, told with the fervor of someone who harbored the seed of his work in his imagination, returned intact as I contemplated this piece in Panama.

 

A bit further along, there was a small painting by Reverón, done on a burlap sack that still revealed the faded numbers and letters from its former use. That rustic canvas, intervened by light and now turned into art, shook me. In it was a gesture of poverty and grandeur, of precarity and miracle, which immediately brought to mind the pages of Los incurables, the brilliant novel by Federico Vegas—perhaps the closest I’ve come to the sensitive skin of that artist who seemed to paint with his very soul.

 

 

 

FRANCISCO HUNG

 

Beside it, the fluid, uninterrupted line of Francisco Hung extended across four successive sheets, unfolding like a river of ink, like a thought in motion, laid out across four individually framed pages, like a whisper crossing the room.

 

Facing the lobby, as if weaving an invisible net between air and time, was Gego, always precise and poetic, with a three-dimensional drawing suspended like a musical score—filaments and wires merging to form a structure that doesn’t just occupy the space, but activates and musicalizes it. Her piece seemed like a contained vibration before the entrance, as if the building itself needed to realign its harmony from that point on.

 

In the midst of that trance appeared Emilio Narciso, curator of the bank’s collection, who generously invited me to continue the tour to the upper floors. As the elevator doors opened, a large canvas by Alfred Wenemoser was revealed to me like an epiphany: the same one I had seen in Caracas in the nineties, at his solo exhibition Pasto Nada presented at the Rómulo Gallegos Gallery under the direction of Miguel Miguel. And there it was now, hanging like an apparition—not just the work, but the memories that came with it.

 

Just a few steps away, like a declaration of energy suspended in the air, hung three pieces by Eugenio Espinoza: white bundles wrapped in cloth marked with his signature black grid, suspended from the ceiling by thick ropes. And they pulsed. Yes, they pulsed. These were works I had also known in Caracas, at Los Galpones decades ago, and they still held their rhythm: sonorous, alive, breathing the beat of another time, as if the material itself preserved memory. And now, they pulsed again before me, each one emitting the sound of one of Vivaldi’s Four Seasons from within, as if each bundle carried a season of the year, a rhythm of the soul. And suddenly, everything took on a different dimension: time folded in on itself, and the past returned under a different name—but with the same heartbeat.

 

Sigfredo Chacón could not be left out, with two powerful grids of restrained force, and further on, Marisol Escobar, with a rough wooden table where two carved figures stand in a tender embrace: a mother and child, in a moving scene accompanied by a large wooden plate and a metal spoon which, I sense, symbolically nourishes them. A simple yet powerful image where maternal love and everyday gesture become sculptural acts.

 

Ultimately, this visit was not merely a look at art—it was an immersion in memory. As the German philosopher Jean Paul Richter wrote, “Memory is the only paradise from which we cannot be expelled.” And on that Panamanian morning, I was able to walk once again through the corridors of my own paradise, made of art and recollection.

 

 

Cesar Sasson

Ciudad de Panamá –  Panamá

Mayo 2025

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