Mark Rothko pintaba para revelar la profundidad de la emoción humana. No eran solo colores ni formas, sino velos de sentimiento superpuestos, capas de luz y sombra que, al mirarlas, podían hacerte llorar. En su universo cromático, la tragedia, el éxtasis y la fatalidad no eran conceptos abstractos, sino experiencias palpables que se encendían en la mirada del espectador.
Mark Rothko. No. 5/No. 24. 1948
Domingo Laya también explora esa frontera entre la penumbra y el resplandor. Su infancia estuvo marcada por el miedo a los espacios grises, por la incertidumbre de la luz tenue y las sombras que parecían cobrar vida. Pero en la oscuridad encontró una revelación: aprendió a colorear los monstruos, a transformar el miedo en materia creativa.
Como Rothko, Laya entiende que la sombra no es ausencia, sino posibilidad. La Quinta Avenida neoyorquina con su resplandor cegador le resultó insoportable, pero dentro del MoMA, ante los cuadros del pintor letón, halló una verdad: la luz baja no oculta, sino que revela. Allí, en los bloques de color de Rothko, reconoció su propio lenguaje, su necesidad de dar forma a las sombras sin permitir que lo devoren.
Ambos creadores, desde sus respectivas trincheras, nos enseñan que el arte es una forma de mirar al abismo sin ser consumido por él. Rothko nos sumerge en la inmensidad del color, Laya en la geografía de la noche. Pero en ambos casos, el mensaje es el mismo: en la penumbra, hay matices que solo el ojo entrenado puede descubrir.
De niño…
Por: DOMINGO LAYA
De niño la oscuridad siempre me inspiraba un miedo irracional. Para ser más preciso, no soportaba los lugares grises, con poca luz, esos espacios donde las sombras parecen cobrar vida dentro de una penumbra densa y sofocante. Me causaba insomnio, me volvía, noctámbulo.
La luna llena era traicionera, apenas iluminaba como una lámpara tenue. Otras veces, los postes de la avenida que daban hacia la ventana de mi cuarto proyectaban una pálida luz cálida, creando sombras que construían ciudades enteras, pobladas por criaturas, monstruos y fantasmas.
A veces, esa escena tenía su propio fondo sonoro: el ¡bin! ¡ban! de un reloj de cuerda anunciando las horas, murmullos de conversaciones lejanas o, de repente, una canción de Héctor Lavoe o un lamento de despecho de Vicente Fernández. Todo venía de una Rockola del bar que quedaba al frente de mi casa. Cuando la puerta giratoria se abría, yo miraba rápido, entre curioso y temeroso. Dentro, tenía la misma luz pálida, pero ahora teñida de rojo por bombillos viejos y luces fluorescentes. Apenas alcanzaba a ver otras criaturas: tacones con vestidos llenos de lentejuelas, sombras que reían burlonas y danzaban al ritmo de otros cuerpos.
En un viaje a Nueva York, caminé por la Quinta Avenida y el exceso de luces me resultó insoportable. Luego entré al Museo de Arte Moderno y encontré un respiro en la luz tenue, casi baja. Allí estaban los cuadros de Mark Rothko. De pronto entendí: esa luz reducía la contaminación visual y permitía ver la verdadera profundidad del color. No eran solo tres bloques, sino una infinita superposición de transparencias, de matices ocultos.
Tal vez todo fue un sueño. ¿Quién sabe? De esos cuando lograba cerrar un poco los ojos, gracias a la melatonina. Quizás no era la Quinta Avenida de Nueva York, sino la 5ta Avenida de San Felipe, Yaracuy. Tal vez no era un cuadro de Rothko, sino las estrellas.
Aunque sigo siendo noctámbulo. Creo que me paso eso que dicen, de tanto mirar el abismo, el abismo ahora me mira a mí. Porque pinto en penumbras. Con la diferencia que, coloreo las sombras del mundo, transformando monstruos en animales. Pero no les hago el reflejo de la luz, no vayan aparecer nuevamente en mi cabeza.
Cesar Sasson
Ciudad de Panamá, Panamá
Marzo, 2025