En el cruce de dos geografías y dos relatos, la obra de Hugo González se despliega como una topografía de memoria y forma. Esta reflexión explora la doble resonancia literaria de Loma ardiente vestida de sol, y cómo sus ecos —sensibles y sociales— dialogan con una exposición hecha de bloques, pilares y luz.
IMAGENES CORTESÍA
Galería Arteconsult
Hay títulos que no pertenecen a una sola obra. Que se abren como ventanas dobles, como espejos que se miran. “Loma ardiente vestida de sol” es uno de ellos. En su fulgor caben al menos dos relatos: el cuento venezolano de Laura Antillano, publicado en 1985, y la novela panameña de Rafael Pernett y Morales, ganadora del Premio Ricardo Miró en 1973. Dos textos, dos geografías, dos sensibilidades. Y ahora, una tercera voz: la del artista venezolano `, quien desde Panamá convoca ambas resonancias para nombrar su más reciente exposición de esculturas en cemento.
Frente a las obras de González —discretas, rugosas, suspendidas como signos en una pared de color— el título no actúa como simple marco, sino como eco y detonante. ¿De qué loma nos habla este cuerpo escultórico? ¿De la loma íntima y sensorial que Antillano describe en voz de una niña bañada por el sol de la infancia? ¿O de la loma social, desigual y cruda de la novela de Pernett y Morales, donde el barrio marginal se vuelve escenario de lucha y subsistencia?
La respuesta no es una u otra. La obra de Hugo González parece moverse en el entre, en ese territorio que no escoge, sino que acoge. En sus esculturas está la materia de lo urbano: bloques, columnas, pilares que evocan las estructuras altísimas que sostienen el nuevo viaducto panameño, monumentos cotidianos que acompañan el tránsito acelerado y silencioso de la ciudad. Pero también está el gesto poético: el color que se desliza como una brisa cálida sobre el concreto, la repetición de formas como un canto sordo, la memoria convertida en volumen.
Como en la novela panameña, aquí está presente la autoconstrucción como relato: la ciudad que se levanta con lo que hay, con lo que se puede. Como en el cuento venezolano, está la mirada desde lo sensorial, donde el paisaje no se habita solo con los pies, sino también con la piel, el oído, el recuerdo. Hugo González parece haber entendido que la loma ardiente no es una, sino muchas. Y que cada una lleva su sol.
En un país que lo acoge sin dejar de recordar el suyo, el artista lanza un puente hecho de cemento y ternura. Sus bloques no son muros: son palabras. Su geometría no es fría: es orgánica, mestiza, vital. Las esculturas que cuelgan en esta muestra no documentan el cambio urbano; lo encarnan. Y lo hacen sin nostalgia, pero con memoria.
Así, la exposición se convierte en un punto de cruce entre dos escrituras: la de la literatura y la de la forma; la del papel y la del muro. Y también entre dos territorios: Venezuela y Panamá, unidos por una historia compartida de desplazamiento, de reinvención, de arte que nace en los márgenes. Dos lomitas, sí. Pero un mismo sol.
Two Hills, One Sun: A Double Reading of an Exhibition
At the intersection of two geographies and two narratives, the work of Hugo González unfolds as a topography of memory and form. This reflection explores the dual literary resonance of Loma ardiente vestida de sol, and how its echoes —both emotional and social— engage in a dialogue with an exhibition built of blocks, pillars, and light.
Some titles don’t belong to a single work. They open like double windows, like mirrors that reflect one another. “Loma ardiente vestida de sol” (Burning Hill Dressed in Sunlight) is one of them. Within its glow lie at least two stories: the Venezuelan short tale by Laura Antillano, published in 1985, and the Panamanian novel by Rafael Pernett y Morales, which won the Ricardo Miró National Prize in 1973. Two texts, two geographies, two sensibilities. And now, a third voice: that of Venezuelan artist Hugo González, who from Panama evokes both resonances to name his most recent exhibition of concrete sculptures.
In González’s works—discreet, rugged, suspended like signs on colored walls—the title acts not merely as a frame, but as echo and trigger. What “hill” is this sculptural body referring to? The intimate, sensory hill that Antillano describes through the voice of a girl bathed in the sunlight of childhood? Or the harsh, social hill of Pernett y Morales’ novel, where a marginal neighborhood becomes a setting of struggle and survival?
The answer is neither one nor the other. Hugo González’s work seems to move between them, in that space that doesn’t choose but embraces. His sculptures carry the materiality of the urban: blocks, columns, pillars that evoke the towering structures supporting the new Panamanian viaduct, everyday monuments that accompany the silent, rapid flow of the city. But also hold a poetic gesture: color gliding like warm breeze over concrete, the repetition of forms like a muffled song, memory turned into volume.
As in the Panamanian novel, self-construction is present as narrative: the city rising with whatever is at hand, however it can. And as in the Venezuelan story, there is a sensory gaze, where landscape is not only inhabited by footsteps but by skin, by ear, by memory. Hugo González seems to have understood that the burning hill is not just one, but many. And that each one carries its own sun.
In a country that embraces him without making him forget his own, the artist builds a bridge made of cement and tenderness. His blocks are not walls: they are words. His geometry is not cold: it is organic, mixed, alive. The sculptures in this show do not document urban change; they embody it. And they do so without nostalgia, yet full of memory.

Thus, the exhibition becomes a crossing point between two forms of writing: literature and form; the page and the wall. And also, between two territories: Venezuela and Panama, united by a shared history of displacement, reinvention, and art born at the margins. Two hills, yes. But one same sun.
Cesar Sasson
Ciudad de Panamá, Panamá
Marzo de 2025