Mi noviazgo con la pintura, por así llamarlo, comenzó en 1975, cuando yo tenía 21 años. No tengo talento para pintar o dibujar, así haya esbozado imágenes de Tarzán en mi infancia. Vivía en París y empecé a ir al Louvre los domingos. Era gratis, jajá. Las primeras veces vi un océano de lienzos que no lograba diferenciar bien, hasta que una dama pelirroja de Tiziano me empezó a mirar y hablar personalmente, para decirlo de alguna manera.
Si saltamos a hoy, vivo rodeado de una colección apreciable de pinturas y creo haber podido entablar con este arte “bidimensional” una conversación apasionante. La escena se repite, aunque no con la deseada frecuencia: miro un cuadro por primera vez y la imagen va a parar al exclusivo rincón de mi mente donde se aloja la belleza. El impacto no se parece a ningún otro, así tenga semejanza con los causados por la música, la literatura y la arquitectura, si son extraordinarias. De ahí que cuando viajo una de las primeras paradas en cualquier ciudad grande o no tan grande sean las pinacotecas, conocidas o raras que haya allí. He visitado, qué sé yo, unas 200 a lo largo de los años.
Sin embargo, la pintura nueva no pasa por la mejor de las épocas, no porque no se sigan pintando grandes cuadros, sino porque el establecimiento académico y curatorial de las artes plásticas tiene otras prioridades. He escrito y analizado con frecuencia mis discrepancias al respecto, de modo que hoy dejaré este debate tranquilo. El título hace referencia a una idea que se me ocurre: lanzar en Bogotá y en Colombia un club de amigos de la pintura. No se trata de convocar a los amigos exclusivos de la pintura y de la escultura, sino a los amigos de la pintura tout court, según se dice en francés, o sea a quienes lo son a secas, sin calificativos. Porque, además, vaya que después de los seis, siete u ocho siglos que lleva vigente la actividad de pintar —pongamos una fecha arbitraria para el origen en los tiempos del florentino Giotto (1267-1337)— se han desarrollado multitud de escuelas. Unas gustan más que otras a esta o aquella persona. En un club, por lo tanto, caben todas esas personas mientras les guste la pintura, alguna escuela de pintura, varias o muchas, como me gustan a mí. Da igual qué otros gustos tiene esa persona.
Bueno, señor, pero ¿un club como para qué? Pues porque los clubes se suelen organizar según las aficiones de los socios. Un club permite asistir a exposiciones, hacer viajes, tener tertulias, debatir temas, en este caso, relativos al ejercicio de pintar. Asimismo se valdrá velar un poco por los intereses de los propietarios de cuadros y esculturas, bastante vapuleados en los últimos años, sobre todo en comparación con las ganancias exorbitantes que otros obtuvieron con ambas cosas hasta por ahí la década de 1990. Por lo mismo, en un club de amigos de la pintura deben caber pintores y escultores, neuróticos o no, buenos o malos.
En fin, me gustaría dedicarle tiempo a este tema en los años que vienen, qué demonios. Otros se lo dedicarán a otra cosa. Alguna vez en el pasado fui estéticamente intolerante. Hoy ya no lo soy, por lo menos no tanto como antes. Cada cual es dueño de sus ojos, de sus oídos, de su olfato y de su tacto. ¿Le gusta algo que a mí me deja frío? No hay problemas. Siempre se le puede agregar un café a la conversación
ANDRÉS HOYOS
COLOMBIA
Mayo 2022