Por: Gusmar Sosa
Intenté varios “comienzos” para esta carta, desde el ya conocido y formal “reciba un cordial saludo”, hasta el improvisado aunque ya esperado “Estimado Fulano de tal”. Así que me decidí por comenzar con un “Yo a usted lo conocí a mis doce años, aproximadamente maestro…” Y sí, usted no lo sabe sino hasta hoy, suponiendo que exista un hoy, que finalmente esta carta llegue a sus manos y sepa usted que existe un tal, un tal yo, este que le escribe… ¡Qué importa mi nombre! Es que maestro, ya no soy yo, sino que somos, y entre nosotros usted es. Ya me irá comprendiendo, maestro. Pero algo quiero que sepa, yo a usted lo conocí a mis doce años, aproximadamente maestro.
Lo conocí porque fue una obligación impuesta por un profesor de bachillerato, él se llama Alexander Barrios. Lo recuerdo muy bien, siempre llegaba al salón de clase con buena actitud, y nos retaba con sus lecturas. Una mañana llegó con un libro algo gris, el tiempo había arremetido contra aquel ejemplar. Nos dijo: “Vamos a entrar en el mundo de Francisco Massiani”. ¡Qué iba a saber yo que quedaría encerrado en ese mundo por largo rato! Pero así fue, y me vi nadando entre las agonías del Corcho que usted dibujó.
Han pasado veinte años desde aquel encuentro con usted, con su obra. Y desde entonces he escuchado una y otra vez una de esas frases que de tanto decirse ya se ha degastado: “En Venezuela hay talento”, la verdad es que lo hay, pero a nadie le importa, a ninguno de los que debería importarle. Me refiero a los señores y señoras que están en las cúpulas del universo literario de nuestro país. Me hubiera gustado haber vivido en los tiempos en los que el amor a la literatura bastaba para que emergiera una amistad sólida y existiera una relación escritor-casa editorial sana y fructífera. Tal parece que se le ha agregado a la fórmula, para una relación sana y fructífera entre un escritor y una casa editorial, un poco de comercio. Me pregunto si siempre fue así, usted debe saberlo mi maestro, porque usted emergió en esos tiempos distintos, cuando apenas se formaba una de las casas editoriales que llegaría a ser la más prestigiosa de nuestro país. Una mentira lo ató a usted a este mundo, usted tan humano y arrojado, tan pícaro como lo son esos adolescentes que trascienden desde su obra, a los que se les llama personajes, pero que son mucho más que eso, me refiero a los suyos, a esos nombres que usted forjó en sus obras, a esos demonios llenos de vida, a esos tormentos encarnados en nombres y existencias que van más allá del papel. Dijo usted tener una novela para esa oportunidad que se le presentaba, y mientras hablaba de su novela que no existía usted fue vislumbrando Piedra de Mar. Tuvo la oportunidad de mentir, porque tuvo un amigo a quien mentir, un amigo que iba armando un proyecto que luego se convertiría en una de las banderas editoriales de la Venezuela de hoy.
Fue justo lo que sucedió luego, un talentoso escritor como usted, que hasta entonces no era más que un anónimo condenado a estudiar arquitectura y sediento de hacer literatura, merecía ser rescatado para luego rescatarnos a nosotros. Sí, maestro, en un usted somos rescatados los anónimos que vinimos a nacer luego del setenta y cinco y que estamos en estas rutas románticas de hacer literatura desde nuestros callejones. Y en este tiempo, maestro de barba blanca y abundante, la amistad nos vincula, aunque el universo literario ahora es una selva de concreto y protocolos, de comercios y mercadeo, una selva mi maestro, una puta selva en la que sobrevive sólo aquel que se inclina frente a los leones, una selva donde la relación no es horizontal, donde no podemos mirarnos de igual a igual, sino que hay que jalar las bolas del campeón y pasear entre ellas con ágil gracia y coqueteo. Usted lo entiende, estoy seguro. Pero nosotros nos hemos negado a ese juego maldito de desigualdades, nos negamos a aceptar ser inferiores no por falta de talento sino de oportunidades. Decidimos pasear por nuestros callejones con un orgullo que nace en la amistad y reconocimiento del coraje para mantener vivos nuestros sueños y fructífera la tinta, y desde acá, desde las bases negadas, ninguneadas, ignoradas, de la literatura grande y amplia, nosotros vamos armando lo nuestro. Y lo nuestro es la pretensión de tener espacio entre nosotros para seguir escribiendo y compartiendo, aprovechando cada nuevo nacimiento, esos que emergen de la ilusión mezclada con tinta y papel, para convocar nuestras reuniones y celebraciones.
Escuché una vez, maestro Massiani, que estaba usted enfermo y desgastado. Lo lamenté, porque usted representa un tiempo de nuestra literatura en el que se respiraba la rebelión en contra de lo establecido y esperado. Maestro, usted es un símbolo, uno que nos convoca a la eterna rebelión. Un domingo encendí la televisión y en VTV transmitían la reposición de una entrevista a propósito de su merecido Premio Nacional de Literatura (2010-2012), con emoción «me vacilé» su entrevista, maestro. Y digo que «me vacilé» porque a una leyenda como usted hay que hablarle en ese lenguaje claro y de barrio, de callejones. Usted es de nuestros padres, de los que aún siguen vivitos maestro. Casi lloraba mientras escuchaba sus respuestas, detrás de su barba blanca y sus años transcurridos están las huellas que nos profetizaron, como en Piedra de Mar, maestro, como en Piedra de Mar, donde usted nos encarnó mientras nacíamos apenas. Si supiera que he soñado con compartir con usted un trago de ron, por allí en una revista digital hay un cuento que escribí al respecto. Si no logro compartir con usted un trago de ron, al menos espero que mientras me lee brinde a la salud de los anónimos, que muchos nos reconocemos como hijos suyos, maestro, suyos y de otros más que no abandonaron los callejones a pesar de las tentaciones.
Me dicen que usted escribió Piedra de Mar en una noche, y al día siguiente la entregó a la editorial. No sé si es un mito literario, ya sabe, en nuestros callejones se forjan muchos, pero como los antiguos mitos hebreos, no es tan importante si sucedió o no lo que se narra, lo importante es rescatar el propósito de esos mitos, la esperanza o enseñanzas que transmiten. Y yo he decidido creer que así fue, no me importa si la escribió en una noche o cien noches, yo he decidido creer que la escribió de noche, como buen anónimo, mi maestro. Porque de noche nosotros volcamos esa angustiosa sed que nos derrite, que nos inclina frente al papel, y nos obliga a volcarnos con tinta y plasmarnos como consciencia escrita.
Maestro, ya quisiera yo sentarme junto a usted y que me cuente de esas noches suyas y de Piedra de Mar, ya quisiera yo escuchar cómo fue que se reflejó Corcho y ese amor pendejo, pendejo pero suficiente, como la literatura, maestro. ¿Hay algo más pendejo que estos sueños de trascendencia y escrituras?
Yo quiero creer que usted no apuntaba a ninguno de esos premios que merecidamente ha recibido, quiero creer que no esperaba que «el mercado editorial» usara su nombre y sus títulos. Pocas veces le he escuchado hablar, pero he visto entre sus palabras habladas, sus obras y su actuación casi invisible, que no es amigo del mercado, que es un llanero solitario, aunque no tiene la cabeza como un cepillo de dientes. (Lo digo por su cuento, maestro). Un llanero solitario, renegado, que no quiere ser descifrado por críticos sino leído por amigos, yo soy su amigo, maestro, aunque usted no tenga ni puta idea de quién soy, y no me importa, para mí es suficiente saber que viví en sus días, en los días del maestro Francisco Massiani, un profeta entre los anónimos, uno de los que nos dieron a luz.
Venimos detrás de usted maestro de barba blanca y abundante, blanca y abundante como la espuma del mar. Venimos dispuestos a defender su legado, que es más que las regalías de una editorial, que es mucho más que lo que ya usted ha escrito, venimos dispuestos a defender el derecho de escribir y ser leídos, dispuestos a volcarnos en letras y acechar en contra de la verdad que se formula a base de lógicas tan incoherentes como la misma realidad que nos han construido los que se posicionan en los caminos literarios para decidir quién transita y quién no. Queremos seguir contando nuestros cuentos, que son mentiras, y espejos de otras verdades, sin que quieran venir a fregarnos la autoestima con decisiones y veredictos. Porque somos como Corcho, al final sólo importa estar frente al mar y arrojar los recuerdos, sólo importa contarnos nostalgias y proyecciones, y que otros sepan que se puede, que podemos, que siempre se podrá.