El paladar aventurero busca en donde no necesita hacer reservación, donde no le ofrecen una silla de diseño o bonitos manteles. El paladar aventurero aprovecha la oportunidad que se le presenta en la mejor de las situaciones: la inesperada. Quien gusta de la buena comida disfruta de lo genuino, de lo simple por su sabor sin modificaciones.
Todo esto pensaba la primera vez que me comí un tlacoyo de haba en el mercado de Malinalco. Regresaba del sitio arqueológico que desde las alturas del pueblo domina el valle. Traía sobre los hombres la espléndida vista del convento y el despliegue de casas que forman el pueblo. En mi mente plasmadas las imágenes de los adoratorios de iniciación de los guerreros águilas y jaguar, de las escalinatas y su plazoleta.
Venía con los cientos de escalones en los huesos, con el ir y venir de los visitantes. Ya había visitado el convento y me había ido de viaje a los frescos agustinos en blanco y negro que adornan las paredes del claustro.
Luego de esto, paseaba sin rumbo en el mercado y me dejaba llevar por los colores, las texturas y los olores. Observaba las mantas de varias marchantas que acomodan su mercancía en montecitos sobre la tela blanca. Jitomates, calabazas, zompantles. Todo esto me sucedía a los sentidos cuando me di cuenta de que había varias mujeres sentadas que vendían tlacoyos de haba, “mire, pruebe”. Me detuve por hambre, por la sonoridad del llamado de una de ellas y le pedí uno. La señora, muy bien trenzado su pelo, con su delantal de cuadritos, abrió el gran trapo bordado en las orillas con rosa y amarillo que guardaba su gran canasta.
Alcancé a ver varias piezas hechas de masa azul en forma de huso, parecida a la que tienen los tamales. En unas cacerolitas de peltre tenía guiso de haba, nopales cocidos con cebolla y jitomate, salsa rojas y verde. Sacó uno de los tlacoyo, “¡roja o verde!”, le respondí verde, porque el tomate verde es una delicatesen difícil de resistir. Me ofreció el tlacoyo calientito con el puré de haba que se derramaba con ese verde que tal vez es el más bonito de sus tonos. Es claro y su textura, suave y grumosa. Tomé en mi mano la pieza que descansaba en un papel de estraza y di la primera mordida. Hay algo que se esparce entre mis dientes y mi lengua, sube por la cavidad bucofaríngea y emana uno de los sabores más exquisitos que he disfrutado.
No puedo más que cerrar los ojos mientras mastico esa amalgama que mis papilas gustativas distinguen como sutilísimo en su simpleza extraordinaria. Un efluvio antiguo que permanece, que podría definir como deliciosamente ingenuo o inocente. Eso que es tan real que se confunde con la tierra, los ciclos agrícolas, la vida de la gente y sus costumbres.
Texto por Carla Faesler, Malinalco México.
Fuente: Juan Antonio García.