Durante los últimos cien años se han revisado y en gran medida desmontado, prácticamente todas las convenciones culturales que sostuvieron la actividad artística en occidente. La primera de tales convenciones era la idea de ilusión que servía como metáfora espacial de la pintura y de la escultura. El uso de la ilusión es lo que lleva a que al mirar obras como la Gioconda de Leonardo, creamos que la mujer tiene espalda y que pensemos que hay aire entre ella y el paisaje. Incluso podemos intuir que el paisaje existía antes de que la modelo se sentara frente a él. Con la modernidad se confrontó la profundidad ilusoria de la pintura por su falsedad y fue cobrando peso la frontalidad y la superficie apareció como otra metáfora espacial que parece más cercana a la realidad de la pintura que no es otra cosa que un plano frontal (al menos en la mayoría de los casos).
Entre los conceptos que identifican con mayor precisión la transformación de la práctica pictórica occidental dentro de la modernidad está precisamente el manejo de la ilusión, que delimita la misión histórica del arte, como se mencionaba anteriormente. Una de las primeras evidencias de la presencia de la ilusión en la pintura proviene del relato de Plinio el Viejo, sobre una contienda entre los pintores Zeuxis y Parrahasios (que vivieron en el siglo V a. C.) para determinar quién de los dos era un mejor artista. El relato dice que Zeuxis pintó unas uvas que hicieron bajar volando a los pájaros quienes intentaron picotearlas. Acto seguido, Zeuxis le pidió a Parrhasios que quitara el velo que cubría su obra y le enseñara lo que había pintado, pero descubrió que el velo era la pintura.
Según este relato el gran mérito de Zeuxis es haber pintado unas uvas que fueron capaces de atraer la atención de los pájaros. Esta capacidad no implica necesariamente que las uvas hubieran estado pintadas de una manera particularmente detallada o que fueran convincentes como “uvas reales” ante los ojos de los seres humanos. Por esa razón el artista Parrahasios gana la prueba porque logra pintar velo tan verosímil a los ojos de Zeuxis, que éste le pide que muestre lo que ha hecho detrás de eso. Si la proeza de Zeuxis fue engañar a los pájaros, la de Parrahasios fue engañar a Zeuxis.
Cuando los artistas se enfrentaron al carácter superficial de los soportes pictóricos, fueron consientes paulatinamente que las nociones en que se apoyaba la teoría de la percepción visual, -que se usó durante siglos como mecanismo de recepción de las imágenes- también poseía códigos o convenciones culturales.
Por lo tanto si se hablaba de una experiencia de la visión, entendida como el acto perceptivo de un sujeto frente al mundo, era necesario ahora considerar como su contraparte, esos códigos los que estructuran la manera como se interpreta esa visión del mundo. Este conjunto de concepciones culturales que dan orden a la experiencia visual del mundo es lo que se denomina visualidad. La visualidad es la construcción cultural que nos señala que es lo que debemos ver y como debemos hacerlo. Es la confrontación de la experiencia subjetiva de ver con las representaciones históricas y culturales que dan forma al campo social. Por eso, se puede señalar que la visualidad es el reconocimiento de los componentes sociales de la experiencia visual tanto como la identificación de los fundamentos visuales del campo social.
Cuando vemos una imagen artística, experimentamos en gran medida la manera como los artistas han expandido los códigos culturales de la visión y por lo tanto somos parte de una confrontación de la estructura de la visualidad sobre la cual habíamos construido una imagen del mundo. Las metáforas espaciales de la profundidad o la superficie, podrían entenderse como los extremos lógicos de la estructura de la visualidad.
En ese orden de ideas, si nos aproximamos a la pintura, según la metáfora espacial de la superficie, se nos vienen a la mente todos los desafíos a las convenciones estéticas propuestos por las distintas vanguardias históricas, que intentaron en gran medida identificar la pintura con su soporte material y que buscaron que los cuadros fueran comprendidos en la misma dimensión que los demás objetos del mundo.
Durante la modernidad, la escultura no se quedo atrás en este proceso de conquistar el espacio exterior a las convenciones formales, que es básicamente lo que ocurrió cuando las piezas escultóricas comenzaron a rechazar el pedestal para explorar los lugares por donde nos movemos los seres humanos.
Las prácticas artísticas que identificamos como la base de la visualidad contemporánea, han heredado las disputas modernas acerca de las implicaciones de recurrir a una y otra de las metáforas espaciales de que se ha valido tanto la pintura como la escultura. Artistas como Pablo Picasso, o Joan Miró, siguieron caminos distintos dentro de su proceso creativo, pero llegaron a identificar la problemática de la superficie como contexto pictórico valido, explorando de forma similar sus potencialidades. Al fin y al cabo imaginar que el espacio pictórico coincide con la superficie del cuadro lleva a los espectadores a pensar que el arte se ha introducido finalmente al ámbito donde vivimos nuestra vida. Algo similar ocurre con las escultura de Alexander Calder, que han explorado diferentes vacíos relacionados con la experiencia del espacio, muchas veces resaltando aspectos de la arquitectura y otras tantas alejándose de ella. Muchas de sus obras se configuran a partir de la articulación de componentes diversos que suelen entenderse como superficies que podrían conducir a hipotéticos volúmenes.
Si se revisan artistas más cercanos a nuestro momento, podrían encontrarse nuevas evidencias de la interdependencia de las metáforas espaciales ya descritas, porque son los dos extremos que pueden ser explorados por el trabajo creativo de los artistas. Si pensamos en un artista como Lucio Fontana, es curioso ver como su obra responde al emblema del “monocromo” que es uno de los referentes recurrentes de la visualidad occidental moderna. Sin embargo, la frontalidad y superficialidad de este emblema, cede ante la presencia del corte literal, que intensifica esa lectura de la superficialidad, a la vez que introduce un espacio oscuro, profundo, impalpable, que es el que se supone que está detrás de tal superficie y que ata la mirada hacia esa otra dimensión.
Los artistas que se han afiliado a la descripción ilusoria del espacio profundo en las décadas recientes, tanto en la escultura como en la pintura, han “bebido” de los aportes conceptuales que introdujo la exploración de la noción de superficie. Tanto la neofiguración, que sirve de trasfondo a la obra de Fernando Botero, o el hiperrealismo que hace lo propio con Claudio Bravo, reconocen esta dimensión de interdependencia de ambas metáforas espaciales.
Los mismo puede decirse, de manera inversa, de los artistas que recientemente han insistido en imágenes frontales y superficiales. Cuando vemos las pinturas circulares de Damien Hirst, conformadas por manchas superpuestas, estamos viendo una imagen que literalmente tiene unas capas de pintura sobre otras. Estas piezas literalizan la metáfora de la superficialidad. Incluso en la obra Woodcase, de Manolo Valdez, que también hace parte de la exhibición, el carácter físico de la obra, la espacialidad concreta que se desprende de sus materiales, es leída a partir de una situación eminentemente frontal que a la vez se experimenta como un espacio profundo.
La muestra imperdibles reúne obras que recogen una parte significativa de las fuentes de la visualidad contemporánea y las complementa con piezas que son referentes de esa misma visualidad.
Jaime Cerón
Invita: Galeria La Cometa
Apoyan: The Gordon Highlanders / El Corral / Koyomad S.A
+ Info :http://www.galerialacometa.com/#/content/imperdibles-fuentes-y-referencias-del-arte-contemporaneo