En medio de un mundo globalizado, tecnologizado (idiotizado, podría decirse, a fuerza de tecnología), signado por el individualismo y el consumismo, donde triunfan los desvalores y la miseria humana se impone al pensamiento noble, es necesario – urgente, definitivamente, urgente – construir espacios donde la gente pueda encontrarse a disfrutar de momentos especiales, de estados oníricos, artísticos, capaces de elevarlos, aunque sea por breves instantes, de la inmundicia que rodea a una sociedad donde se dan contradicciones tan severas como las que viven los que trabajan en hoteles y restaurantes de lujo: sirviendo langosta y champagne en las mesas, mientras comen pasta con sardina en sus casas.
Ninguna de las miserias humanas se pueden conjurar haciendo teatro, no es esa la labor del artista, ni el teatro se lo ha planteado jamás. Pero ese espacio – tiempo del goce estético, en el cual se hace surgir del fondo, de lo profundo, de la mente y del alma humana los más elevados sentimientos y pensamientos, tiene un valor inconmensurable en la vida de cualquier ser humano que haya tenido la fortuna de ver una obra de teatro, o asistir al pequeño, inquietante y anárquico mundo del teatro de muñecos.
Este humilde proyecto no pretende abrogarse el derecho de trastocar la vida de los seres humanos, ni siquiera presumir de instrumento terapéutico o de superar el poder didáctico del docente en el aula.
Pero (y qué cosa que siempre hay un “pero” verdad, luego de los aplausos, cuando se apaguen las candilejas y el espacio escénico agreda el corazón de los actores con los fantasmas que lo pueblan, más allá de los vítores y las palmadas de encomio, estos actores, estos cómicos de la legua, que atesoran sus muñecos, sus luces, vestuarios y utilerías como si se tratara del más refinado oro de todas las Américas, sentirán en sus corazones un aire triunfal, un tímpano de alegría, una sinfonía de placer.
Y no, que nadie se equivoque, el actor, el artista sí tiene un gran ego y disfruta del aplauso pero, en medio de toda la algarabía y de su natural ego, la más grande satisfacción provendrá de saber que durante esos 45 minutos que dura una pieza de títeres, o la hora de un montaje teatral, o los noventa de una buena película, se habrá dado el acto mesmérico de capturar el alma de un grupo de espectadores, muchos de ellos niños, niñas y adolescentes y las calles quedarán ayunas de ellos; y el mal, que les acecha para corromper sus delicadas almas, estará cesante por un tiempo.
Sí. El más grande gozo, más allá del placer estético y de la satisfacción del ego, será haberle robado de las manos los niños, niñas y adolescentes a los bárbaros que con ellos comercian, que los convierten en mercadería apetecible para sus más bajas pasiones y retorcidos instintos. Habrán triunfado los actores, el grupo podrá irse a casa satisfecho de estar contribuyendo, con su trabajo, a ralentizar el tiempo de acción de los mercaderes del alma.
Si, además, a través de este trabajo artístico se puede iniciar la siembra de un semillero de seres humanos reflexivos, sensibles, conscientes de su devenir y de su historia, capaces de apropiarse de lo que ya les corresponde, por derecho, por justicia y por razón, solamente el tiempo podrá decirlo. Pero todo lo que aquí se hará lleva implícito ese compromiso y ese norte: ayudar a los niños y niñas, a los adolescentes, a los hombres y mujeres, a retirar la venda y develar las trampas que les han tendido durante toda su historia.
Porque el peor enemigo que tienen los pueblos es la ignorancia y a los enemigos, se les debe mirar directo a los ojos, enfrentarlos y vencerlo
Fuente: José Pernia.