Muchos son los expertos que día a día van dictando cátedra sobre lo que es la buena literatura y sobre ella hay decenas de definiciones, tratados, enciclopedias, ensayos y análisis que muestra decenas de virtudes y cualidades que debe tener una buena novela.
Una de ellas es su estructura, es decir, que el lector sepa que la pobra que va a leer o que acaba de leer, tiene un “cabezote”, un desarrollo y un final perfectamente construido. Otra característica, es que sus personajes tengan suficiente peso para que nunca al lector se le vaya a olvidar por su simpatía, por sus logros, por su formación, por su forma de pensar, de hablar, de decir. Jamás se nos olvidará la figura de Melquíades, el gitano en Cien años de soledad o el porte de Pedro Páramo o la presencia eterna de Juan Pablo Castel en El túnel. Otra virtud es el lenguaje. Una novela que no tenga en sus páginas cómo cautivar a sus lectores por el excelso manejo del lenguaje- léxico y demás-, caerá en el olvido inmediato. Y así muchas más cualidades…
El desencantado de la eternidad de Alfonso Carvajal (El Camello Sonámbulo) es una deliciosa novela de 150 páginas y tiene la dosis suficiente para enganchar de principio a fin a sus lectores pues cuenta la historia del hombre de Asís que se encuentra un día en Quibdó y se sorprende al ver la gigantesca multitud que se congrega alrededor de su figura en yeso para celebrar las casi centenarias fiestas de San Pacho. Y el hombre de carne y hueso disfruta en medio del caos multicolor de las chirimías y mientras transcurre el relato, van apareciendo fantásticos personajes que alegran la vitalidad de la narración, como Isaac Rodríguez, el catalán; Ruth Reales la primera dama del son; Luis Carlos, el enamorado de las chirimías; el mudo Matías; Inocencio Córdoba; Alba Marina Ibargüen; Manuel Saturio Valencia; Chonto Serna; y especialmente Sibila.
“Sibila se transmutó: la vanidad de sus hormonas sufrió una metamorfosis, un cambio extremo. Se coloreó de uvas la boca y la alegría caminaba rotunda en sus caderas. Era otra niña, una mujer creciendo rápidamente. Unos ojos pícaros asentados en la realidad. Cuando visitaba al santo, con la necesidad del pretexto, toda su combustión interior se derramaba sobre su piel de ángel negro. Faldas diminutas y descubrimientos que velaban parcialmente sus senos de melao, iluminaron la ansiedad de Francisco”.
Es una hermosa novela que, al mismo tiempo que cuenta la fascinación por estas fiestas maravillosas, el autor cuenta otra de las tantas historias de la capital chocoana: “San Vicente era famoso porque en el paro cívico de 1987, la revuelta política más apasionante de este pedazo de musgo del universo, sus habitantes espantaron a las fuerzas de gobierno con morteros caseros de estiércol humano”…
Más adelante cuenta que “las fiestas de San Pacho penetran el origen de la verdad. Es un camino tortuoso que produce cansancio y alegría sublime. Es la revancha del pueblo, una visualización del ancestro. Es ganas de ser felices, sin ambages, pero ante todo es música. Hay la música de los pájaros en la mañana, la melodía de las salineras que ruedan en el cemento cuando empujan los dueños sus ventorillos, y hay música espontánea, que sale después de largas caminatas de polvo y sudor, cuando se tiene aguardiente en el corazón”
Y antes de terminar, dice que “los disfraces son la concepción política de las fiestas. Son la herramienta visual con que el pueblo descarga su odio satíricamente contra la miopía de sus benefactores”.
Y la estocada final: “Tenía planes que exponía como fervientes batallas utópicas, y creía que el Chocó podría levantarse de su miseria. Maldecía a los políticos y sus bellaquerías. Pobrecito, nunca entendió cómo es el juego macabro de los hombres. Traté de persuadirlo, pero me respondía que la peor virtud de la humanidad es el pesimismo, y la falta de fe en lo imposible”.