La personalidad y el compromiso del maestro suelen ser determinantes para el destino de personalidades destacadas. Una alianza para el conocimiento, una especie de mutuo asombro o simplemente una interlocución creativa señalan un destino.
Más allá de las referencias biográficas que rescata Bruno D’Almore en su libro Alumnos vistos por sus maestros, editado Ediciones B, se trata de una serie de diez relatos con fondo histórico que dan cuenta de la gesta emocionante y desafiante de esa relación maestro y discípulo.
La soberbia de Leonardo da Vinci (1452-1519) fue entendida por su maestro en el taller de pintura, una actitud de quien sabe lo que sabe, tan fuerte como la admiración que causaba entre sus compañeros frente al lienzo con la mística con que acariciaba los ángeles con su diestro pincel. El maestro reconoce el talento del joven de 16 años: “cada dibujo tenía un alma” y no le quedó duda alguna que debía ser un pintor. De ahí en adelante canalizó esa grandiosa intuición pero reconoció la genialidad del alumno al punto de admitir ser superado por él.
También el maestro de Isaac Newton (1642-1727) se refiere a ese aire de superioridad cuando la juventud está a flor de piel y revela su capacidad con ímpetu. No obstante, es el propio profesor quien rinde un homenaje a su pupilo auto describiéndose como una “astilla en el marco de su vida”, a la vez que reconoce que mucho antes de publicar, compartió sus meditaciones, lecciones y obras con sus mejores alumnos. Rescata la intuición matemática excepcional de Newton al punto de ver natural conclusiones que a su maestro le habían significado una década.
Otros maestros, como Parménides se ufanan de las preguntas de sus estudiantes, pero solo es capaz de confiarle el nombre de a maestro a su mejor alumno Zenón de Elea (495 – 430 aprox.) a quien le agradece haberle superado. En cambio, con desbordada emoción, el maestro de Giotto de Bondone (1267-1337) confiesa una mezcla de orgullo y de rabia, rabia, rabia al reconocer en La Ciudad de Arezzo una obra sublime. Sofocado de envidia, repudia la falsa modestia de Giotto y le envía a abrir su propio taller. “Confieso por escrito que he tratado de pintar como Giotto, ahora que he visto los secretos que él mismo me reveló, con poco color y el pincel de punta, con poco negro y mucha profundidad. ¡Pero, Cristo, no soy capaz!”.
Bruno D’Amore no escatima en los casos que reseña. Uno de ellos el del maestro de Jesús de Nazaret (0 – 33 aprox.) quien fue testigo de su humildad y de su misión; a pesar de la incomprensión y el misterio que le provocaban las parábolas en las que Jesús transformaba sus “cuentos edificantes” concluye que maestro significa aprender en la medida en que una “misma idea puede ser invertida y modificada”.
Así como el ardor juvenil de Kepler (1571-1630) le permite interpretar el gran libro del Cielo, dos siglos después la rebeldía y la inteligencia de Simón Bolívar (1783-1830) le impulsaron a fundar la Gran Colombia y cambiar el destino de un continente. Su maestro Simón Rodríguez fue el primero en llamarle “El Libertador”.
Los tres últimos relatos los dedica al artista alemán Alberto Durero (1471-1528), Georg Cantor (1845-1918) y el célebre astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), ejemplos de alumnos no convencidos y cuya terquedad les moviliza hacia descubrimientos y cambios de paradigmas estéticos y teóricos.
Cuánta esperanza entrega la sociedad a la labor de los educadores y cuánto se espera de los alumnos como si bastara con ofrecer un salón de clases para salvar el mundo. Lo cierto es que la educación sigue siendo un espacio genuino de transformación social donde hierven las ideas y ponen el punto de diferencia cuando el maestro es valientemente superado.
Por: Mónica Valdés , Periodista y antropóloga. Docente universitaria y directora del programa de formación de la Asociación Mundial de Radios Comunitarias, AMARC ALC.