Por: Javier Farto*
Hay tanto que se podría decir de Crónicas de bar (Editorial Milrazones, 2011), el libro de Edgar Borges. Tanto y tan poco tiempo que vamos a empezar por ahí. Empezaremos por el tiempo. El libro de Edgar Borges es delicioso y más en esta época. Nuestra época tiene un enemigo implacable: el tiempo. Quizá (y aventuro) nunca fue más cierto que ahora el hecho de que una buena obra literaria consigue detener el tiempo. Y no me refiero a otro tipo de tiempo que al del lector. Y es cierto, leyéndola consigues que el tiempo se esfume, que el reloj se pierda de vista. Celebrémoslo. Ese es uno de los objetivos de un buen libro (y de un buen bar).
Dice Vila-Matas que Edgar Borges es un escritor que entiende la literatura como un complot contra la realidad. Como buen gallego afirmaré con una doble negación: no digo que no. Pero ahondemos en la cuestión yendo a una pregunta ¿cómo se confabula contra ella? ¿como realiza la conspiración? Pues siguiendo la misma línea de otros gallegos, como Torrente Ballester, Casares o Cunqueiro: la línea de la imaginación.
Cuando Edgar Borges nos quiere provocar (o llevar a lo extraño) imagina. Busca crear un mundo que tenga algo de nuevo. Lo puede lograr con diversos métodos: con la exposición clara de un mundo interior, con un doble de alguien, con lo literario. Los caminos son diversos y se entremezclan (a veces puedes incluso no saber bien lo que está pasando; eso no importa). El objetivo es reventar la realidad más cómoda y, al menos, tratar de generar la duda (que es el primer paso para la generación de otros mundos).
El libro comienza así: El bar es el confesionario más democrático de todos los que existen. Desde este punto de vista es un ágora. Juguemos: es nuestra ágora ateniense. Alguien levanta la mano. Dice que la sociedad ateniense era democrática pero no en el sentido actual, sino que lo era en una forma muy restringida y que el simil no es válido. Bien, Santiago de Compostela es una ciudad levantada sobre un descubrimiento: el de la tumba del apóstol Santiago. Hoy se dice que es una invención. Santiago de Compostela, tal y como manifestó Carlos Casares, es una ciudad inventada. La historia no deja de ser una narración: ¿pero quién nos quita ahora todo ese mundo recreado en nuestra mente? ¿y quién desea quitarlo? De la misma forma, la historia griega tiene mucho de invención, de fabulación a posteriori. Ya es tarde, somos demasiado mayores para volvernos tan sensatos.
Así, Edgar Borges toma los bares asturianos como ágoras. Aparecen muchos personajes reales e históricos, hasta aparece él mismo como personaje. Hay escritores, músicos, pintores que entran y salen del bar con personas cotidianas, las habitualmente conocidas como reales (usaré este término tan gastado y a veces tan odioso por el sentido reduccionista con el que es usado en muchas ocasiones). En cada capitulo un bar, una o varias personas reales y uno o varias personas que ya no son reales, que son mitos, parte de nuestra cultura. Pero en la narración todos acaban siendo forzosamente personajes. Y son personajes encantadores porque acaban hablando indistintamente de lo real y de lo imaginario, siempre sin prisa, deleitándose, haciéndole un hermoso desplante al tiempo, al reloj. En ese sentido me gusta la idea de Wittgenstein: los límtes de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Así, lo real no queda reducido a lo percibido por los sentidos, sino al lenguaje y, finalmente, al pensamiento. Wittgenstein equipara pensamiento a realidad.
Vicente Huici, hablando sobre Crónicas de bar, ha tocado una idea muy interesante: la idea de mímesis aristotélica. Discute Huici la idea de que la obra de arte es una imitación de la realidad y de que la genialidad viene porque todos nos reconocemos en la situación. Estoy de acuerdo en que esa me parece una idea ingenua y de que usamos esquemas literarios para pensar muchas situaciones reales, elementos ya totalmente diluidos en nuestra cultura (¿o alguien cree que nuestra idea del amor es sólo instintiva, olvidando los elementos culturales del mismo?). Apoyo con un argumento: Harold Bloom ha manifestado de forma muy radical que Shakespeare nos creó a nosotros. De los grandes genios otros creadores sienten la angustia de su influencia. Dicen que Thomas Mann nunca fue capaz de librarse de la Goethe. Pensamos con los cánones y estereotipos que esos genios han creado y todos nosotros universalizado.
Alguien pregunta si Crónicas de bar es una obra postmoderna (a veces parece que cualquier narración de hoy tiene que ser un bestseller o una obra postmoderna). Si hay elementos que usan los postmodernos con asiduidad. No hay un hilo narrativo muy definido, un objetivo, algo tradicionalmente reconocible como trama. Los personajes deambulan sin grandes objetivos. El mundo de la música, del cine, de la literatura están diluidos por la obra. El mismo tono narrativo, despojado de artificios estilísticos, parece invitar a la participación de todos, como los mismos bares (o, hasta cierto punto, como el ágora). Es más, el tono invita a que todo elemento erudito de la narración no aparezca como un elemento superior, sino como uno más.
Pero la postmodernidad es muy dura con las visiones del mundo. Las elimina, las mutila. La postmodernidad quiere eliminar cualquier discurso explicativo. Su discurso general es elimnar cualquier discurso general: lo relativiza todo. En Crónicas de Bar, Edgar Borges presenta una visión del mundo clara, lucha contra ese nihilismo. Lo dice claramente, acabaremos por relativizarlo todo.
Ferrín, el gran escritor gallego ha dicho que él sigue creyendo en un Bien y en un Mal. Los dos así, con mayúsculas.
*Escritor y crítico (A Coruña, 1976).
Vídeo lectura de extracto de “Crónicas de bar”.
httpv://www.conoceralautor.com/libros/ver/MTg4MA==